El fallo
judicial de Los Vilos es notable por las contradicciones que involucraría su
cumplimiento. De partida, sería ilegal hacerlo sin realizar primero una
evaluación de impacto ambiental, por la magnitud de los riesgos que implica. De
hecho, uno de los peores peligros ambientales de la Región sería justamente la
ruptura del muro que se retiene sus cientos de millones de toneladas de
relaves. Tal estudio debería partir por
decidir donde se depositarían esos materiales, que deberían ser llevados por
una interminable fila de camiones a algún lugar cuya comunidad estuviera
dispuesta a recibirlos y que la Autoridad estimara seguro, situación difícil de
imaginar. Ese traslado requeriría del
orden de diez millones de viajes para camiones de 30 toneladas, lo que da una
idea de su enorme dificultad. Si en el curso de esa interminable tarea
ocurriera un sismo mayor, los relaves, desprovistos de su muro, podrían fluir,
generando una corriente de barro que haría parecer insignificantes las
producidas a consecuencia de la precipitaciones de fines de Marzo 2015. Finalmente, aunque tal empresa fuera
emprendida con todos sus costos económicos, sociales y ambientales, su objetivo
final, la restauración efectiva del Estero Pupío, sería imposible de lograr,
puesto que ese curso de agua fue producto de eventos geológicos y
geomorfológicos irrepetibles.
Más allá de
lo anecdótico de esta situación cabe preguntarse qué es lo que no ha funcionado
en nuestro sistema de resguardo ambiental que ha llevado a situaciones como el
caso de El Mauro. Tal vez deberíamos partir por nuestra propia garantía
constitucional de vivir en ambientes libres de contaminación. Naturalmente ella
constituye una utopía para un país como el nuestro, pero las garantías
constitucionales no deberían serlo, porque sobre ellas reposa nuestra
institucionalidad y cuando se constata su imposibilidad de cumplimiento ello
afecta al conjunto de la legalidad. Es evidente que no podemos vivir sólo de la
belleza del paisaje. Hasta ahora no hemos sido capaces de desarrollar
industrias avanzadas y seguiremos dependiendo por un buen tiempo de los
recursos naturales y de actividades como la minería, que desde luego implican
costos ambientales. Sería mejor reconocerlos y enfrentar el hecho con leyes y reglamentos simples pero efectivos y
destinados a ser cumplidos y a garantizar lo esencial, lo que no siempre
estamos dispuestos a asumir en una sociedad que tiende a valorar más la
“viveza” que la inteligencia. A ese
respecto ha habido desprolijidad y las compensaciones
económicas han tendido a dejar de lado la preocupación por el ambiente y la
salud humana. Cómo en otros sectores de la vida nacional, necesitamos mayor
transparencia y sinceridad para enfrentar los problemas en lugar de ocultarlos
detrás de slogans, que tan buenos somos para acuñar. No menos importante es reconocer que la
retórica y un buen grado de demagogia han usurpado parte del terreno que
corresponde propiamente a la ciencia, cuyas leyes son menos moldeables que las
leyes humanas, y que finalmente terminan por pasarnos la cuenta cuando
procuramos ignorarlas.