lunes, 12 de septiembre de 2011

ORDENAMIENTO LEGAL, TOMAS Y UNIVERSIDADES

Nuestro país cuenta con una sólida estructura legal que regula sus múltiples actividades. Ella es especialmente estricta en lo que concierne al sector público, que sólo está autorizado para hacer aquello que mandatan las leyes. Contamos con un Estado fuerte y organizado en los tres poderes clásicos, con un Tribunal Constitucional y una Contraloría que es estricta y precisa en sus dictámenes, los que son por todos respetados. Sin embargo, paralelamente, existe una gran zona de ruptura o vacío de esa legalidad que se abre, como una burbuja, con cada “toma” y respecto a la cual se observa un acuerdo general de los distintos niveles y roles de autoridades para no intervenir en ella o hacer como si no existiera. Ello, particularmente en el caso de los colegios y universidades, cuyas “tomas” cuentan en general con la simpatía de la opinión pública y de los medios de prensa (caso “pingüinos” y tantos otros), y de las que surgen no pocas de nuestras futuras figuras políticas. En cierto modo, las “tomas” y su “suspensión de la legalidad” podrían ser vistas como un mecanismo social útil para ajustarse periódicamente a los nuevos tiempos, llamando la atención pública para resolver situaciones particulares serias. Sin embargo, es un hecho que su frecuencia en Chile, en particular en algunas universidades regionales, ha llegado a ser muy alta respecto a la observada en otros países latinoamericanos, y que específicamente en la actual coyuntura, su magnitud y duración han excedido largamente los patrones acostumbrados.

Por otra parte, nuestra rígida legalidad se adapta con dificultad o no acepta las consecuencias prácticas que implica esa burbuja, en especial en el caso de las universidades públicas, cuya fuente principal de financiamiento son las colegiaturas pagadas por los alumnos, principalmente a través de becas o préstamos con aval del Estado, que se otorgan semestre a semestre. En consecuencia, una universidad que lleva varios meses en “toma” difícilmente podrá optar a aquellos fondos que le permitan financiar sus actividades el resto del año. En este aspecto la burbuja choca con la estructura legal, y la universidad y quienes laboran en ella, llevan todas las de perder.

A lo anterior se agrega la especial situación del estudiante, a quien nuestra actual nomenclatura empresarial considera como un “cliente” (y que lo es en parte). Especial, porque pasa a ser como si una empresa fuera tomada por los clientes y llevada por estos a la quiebra económica, situación difícil de imaginar fuera de la universidad. En cambio, mirada desde el punto de vista del funcionario de la universidad al que le informan que sus futuras remuneraciones están en serio peligro, la situación es desconcertante por decir lo menos, porque se encuentra entrampado entre el vacío de legalidad de la toma y la racionalidad legal y económica del Estado. Su situación no es la del estudiante, cuyos compromisos son limitados y sus aspiraciones, horizontes y libertad, muy amplias. En cambio, él, que debe responder a las necesidades de su familia, súbitamente toma conciencia de la precariedad de su trabajo, que antes sentía respaldado por una institución pública antigua y de prestigio. Peor aún, no tiene a quien reclamar, porque existe una suerte de consenso de las autoridades respecto a no tomar razón ni intervenir en estas situaciones ilegales. Si ese funcionario es un académico con obligaciones en materias de investigación, debe agregar el daño a su carrera por la interrupción de compromisos con instituciones nacionales e internacionales que apoyan sus proyectos y las consecuencias que ello implica en un mundo duramente competitivo. Se trata de “daños colaterales” frente a los cuales no hay a quien reclamar, porque tampoco nadie asume alguna responsabilidad a ese respecto.

Es posible que la actual coyuntura que afecta las universidades, en particular a aquellas que iniciaron sus tomas más temprano y por lo tanto se encuentran en un caso más grave, pueda llegar a resolverse, al menos en parte, en un último momento. Sin embargo, aún si así fuera, es necesario que nuestro sistema político y sus autoridades encuentren una manera de enfrentar estas situaciones que no sea la de simplemente ignorarlas institucionalmente y dejar caer el peso de sus efectos sobre las instituciones afectadas y sus funcionarios. Por otra parte, como es frecuente en nuestro país, estas perturbaciones no afectan de igual manera a las grandes y pequeñas universidades, sino que golpean más duramente a las más débiles de regiones, cuya participación en el presupuesto es más precaria y sus estudiantes más carenciados, y donde los logros académicos son más difíciles de conseguir y más fáciles de destruir por estas perturbaciones.

La Serena, Septiembre del 2011