lunes, 22 de febrero de 2010

BONOS DE CARBONO: ENTRE EL CUMPLIMIENTO Y EL AUTOENGAÑO

El “efecto invernadero” del CO2, CH4, NO2 y otros gases es un hecho científico reconocido. También existe considerable acuerdo respecto a sus probables efectos negativos en términos del cambio climático y sus consecuencias, aunque su cuantificación a través de modelos predictivos está sujeta a altos niveles de incertidumbre. En todo caso, ese acuerdo ha llevado a iniciativas internacionales como el Protocolo de Kyoto, que buscan acuerdos para reducir sus emisiones conforme a metas definidas en el tiempo. Sin embargo, puesto que gran parte de la actividad económica implica emisiones de CO2, las naciones industrializadas que han suscrito dicho acuerdo difícilmente pueden cumplirlo. Por otra parte, grandes emisores como EEUU y China se han negado a asumir compromisos con metas definidas de reducción, lo que contribuyó al fracaso de la conferencia de Copenhagen (Diciembre 2009). Más difícil todavía sería obtener compromisos de parte de países como India o Brasil, que son emisores industriales importantes pero se amparan en su condición de subdesarrollo.

Una de la provisiones del Protocolo de Kyoto es la del Mecanismo de las Naciones Unidas para el Desarrollo Limpio (CDM). Su idea básica es que resulta más fácil lograr disminuciones de CO2 u otros gases invernadero en nuevos proyectos de los países en desarrollo que en aquellos de alto nivel industrial, debido a la menor calidad ambiental de los primeros. En consecuencia, se puede lograr disminuir sus emisiones con un menor costo relativo, imputando la diferencia lograda a favor del país industrial que financia esa reducción, el cual puede imputar esa variación a su compromiso de reducción. Por lo tanto, está en condiciones de emitir más de lo comprometido sin salirse, sin embargo, del marco de cumplimiento. Ello puede lograrse financiando iniciativas que permitan emitir menos CO2 que el considerado en el proyecto original o que permitan captar o retener CO2. También puede ser mediante conversión de CH4 en CO2, considerando el mayor efecto invernadero que presenta el metano. Una condición requerida para la transacción es que la mejora financiada no esté considerada en el proyecto inicial, ni sea económicamente viable sin la venta de los “bonos de carbono” respectivos al país industrial interesado (concepto de “adicionalidad”).

Si los bonos de carbono efectivamente cumplen la función para la cual fueron diseñados, sin duda constituirían un instrumento valioso. Si no fuera así, representarían un serio peligro, puesto que al incumplimiento de las metas libremente comprometidas se agregaría el autoengaño. Dos artículos recientes ilustran una y otra posibilidad.

El de M. Mukerjee (Scientific American, Junio 2009, pp 9-10) expone los aspectos oscuros de esta iniciativa, que ya ha permitido emitir unos 250 millones de toneladas de CO2 en exceso desde su implementación el 2005, cantidad que podría “dispararse” a unos 2900 millones el año 2012, considerando las iniciativas en curso. Un primer reparo concierne a la efectividad de las reducciones logradas, dadas las ambigüedades que involucra el concepto de adicionalidad respecto a las características efectivas del proyecto inicial. A ello se agrega el hecho de que muchos proyectos adscritos a este mecanismo ya estaban terminados antes de recibir su acreditación como beneficiarios. Sin embargo, aún más graves son sus posibles “efectos perversos”, como la adopción por los países “vendedores” de proyectos especialmente contaminantes, tales como las centrales termoeléctricas a carbón, para maximizar los créditos obtenidos por su substitución. Por otra parte, esos mismos proyectos termoeléctricos a carbón podrían ser beneficiarios de la venta de bonos de carbono si incluyeran modificaciones al diseño original que implicaran costos adicionales y mejoraran su eficiencia energética. La situación puede ser llevada a extremos como en el caso de Nigeria, importante productor de petróleo, donde los bonos de carbono ayudan a obtener ganancias de una práctica supuestamente ilegal en ese país: la quema al aire libre del metano que acompaña al petróleo extraído (bonos justificados por el mayor “efecto invernadero” del CH4 respecto al CO2). Dicha quema dispersa en la atmósfera compuestos orgánicos cancerígenos y genera óxidos de nitrógeno (qué son precursores de lluvia ácida). Las empresas petroleras que operan en Nigeria están quemando el 40% del gas natural, el que podría en cambio ser utilizado para producir energía eléctrica: Proyecto Kwale, desplazado por el mejor negocio que implica su simple combustión, subvencionada por la venta de bonos de carbono.

En cambio, el artículo de A. Marshall y U. Masen (Time, edición europea, Noviembre 30, pp38-43) describe una positiva situación que puede ser financiada en parte por los bonos de carbono: salvar los bosques de lluvia de Ulu Masen, Indonesia. Aparte de su notable valor en términos de biodiversidad y de la existencia de maderas finas, la preservación de esos bosques implica evitar el paso de unos 100 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera en el curso de los próximos 30 años. Esta iniciativa se inscribe en otro programa de las Naciones Unidas: “Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de Bosques en Países en Desarrollo” (REDD). Si las cosas ocurren según lo planificado, el bosque de Ulu Masen constituiría el primer proyecto según el esquema REDD financiado en parte mediante la venta de bonos de carbono. Proyectos de este tipo tendrían especial valor en áreas sujetas a hundimiento tectónico, en las cuales la vegetación permite no solamente conservar sino que también contribuye a enterrar continuamente el carbono captado de la atmósfera.
Considerando el tema expuesto en términos más amplios, parece evidente que la solución al tema del cambio climático requiere transformaciones tecnológicas, económicas y sociales de mucha mayor envergadura que las emprendidas hasta ahora. Si los países industriales no avanzan resueltamente en esa dirección, cualquier iniciativa del tipo de los “bonos de carbono” sólo servirá para tranquilizar la conciencia frente a un peligro potencial cuya magnitud y evolución temporal son actualmente desconocidas.

jueves, 4 de febrero de 2010

MÁS ALLÁ DEL CASO HAITÍ: POR QUÉ LAS CRISIS PUEDEN EMPEORAR

Durante varias décadas en la segunda mitad del Siglo 20, los excedentes agrícolas de EEUU ayudaron a mantener bajos los precios de los granos y apoyaron, a través de donaciones, a aquellos países que atravesaban emergencias alimentarias. Como señala el artículo de L.R. Brown (Scientific American, Mayo 2009, pp. 38-45), esta situación empezó a cambiar en los años 70`, cuando la ex Unión Soviética debió adquirir granos en el exterior para complementar sus insuficientes cosechas, contribuyendo a elevar su precio. Por otra parte, los logros de la “revolución verde” en los 60`y 70`fueron absorbidos por el crecimiento poblacional y los mayores costos de los insumos requeridos. Actualmente, un nuevo factor se ha sumado a esta difícil situación: el uso de los granos, en particular del maíz, para la elaboración de biocombustibles (etanol), el cual ya consume la cuarta parte de la producción de granos de los EEUU. Se trata de un proceso poco eficiente, tanto en términos económicos como ambientales, porque para llenar solamente el estanque de un vehículo todo terreno se necesita utilizar una masa de granos suficiente para alimentar a una persona durante un año entero. Desde luego, los EEUU son libres de destinar sus cosechas al fin que deseen. Sin embargo, no pueden ignorar el efecto que ello tiene en la elevación del precio de los granos y por lo tanto en las dificultades que implica su adquisición para los países pobres deficitarios. La preocupación por la disponibilidad y precio futuros ha llevado a varias naciones que disponen de recursos económicos a procurarse tierras agrícolas en otros países como un seguro para lo que vendrá: China, en Australia, Brasil, Birmania y Uganda; India, en Paraguay y Uruguay; Libia en Ucrania (250 mil acres), etc. Al contrario de los países pobres, los que disponen de mayores recursos destinan cerca de un 90% de los granos que cosechan o compran a su consumo indirecto (bajo forma de carne, leche o huevos) lo que multiplica por un factor de 4 sus necesidades por habitante.

Cómo en el caso del calentamiento global, la pérdida de la forestas como la amazónica (que regulan el ciclo hidrológico, retiran CO2 atmosférico y son refugios de biodiversidad) y la contaminación y sobreexplotación de los océanos, los problemas antes expuestos parecen evadir, por su magnitud y complejidad, cualquier posibilidad o voluntad de solución. Después de todo, los países desarrollados tienen sus propios problemas: crisis financiera, cesantía, competencia por el poder mundial, y los grandes países en desarrollo, como China, India o Brasil, destinan todos sus esfuerzos a incorporarse al grupo privilegiado. Si llegaran a unirse para ayudar a los más pobres a mitigar sus penurias, lo que es muy improbable más allá de casos excepcionales como el de Haití, seguramente encontrarían barreras en los mismos países favorecidos. Ello, porque afectarían intereses locales (siempre los hay), creencias religiosas o ideologías políticas en temas claves como el control de la sobrepoblación (un tema que también podría crear problemas en EEUU). En consecuencia, lo más seguro es que toda ayuda quede restringida a actos caritativos ocasionales con ocasión de catástrofes mayores.

Sin embargo, deberíamos reflexionar respecto hacia donde nos encaminamos como humanidad. Si lo que observamos en los países más desfavorecidos y la degradación ambiental que encontramos en todos los continentes no constituye el anuncio de un futuro más incierto del que solemos imaginar. Cuando en la Edad Media la llamada Peste Negra asoló Europa, muchos de los que no podían escapar a lugares aislados optaban por unirse a celebraciones macabras, bailando en las calles de las ciudades mientras esperaban la muerte que venía. Afortunadamente hoy contamos con avanzada comprensión científica de muchas relaciones causa-efecto y con extraordinarios logros tecnológicos. Sin embargo, seguimos sin contar con los acuerdos necesarios para enfrentar efectivamente los problemas ambientales más serios. Para lograrlo sería necesario que la población (al menos la de los países que cuentan con sistemas democráticos de gobierno) comprendiera y demostrara una efectiva preocupación por los problemas ambientales y sus posibles consecuencias. De otro modo, los políticos no actuarán decisivamente y tendremos que seguir contentándonos con gestos como la generación de algunas decenas de MW por fuentes energéticas renovables, mientras el grueso de la energía es provisto por nuevas plantas termoeléctricas a carbón. La gran interrogante es si esa comprensión y voluntad de cambio llegará cuando aún sea tiempo.

MÁS ALLÁ DEL CASO HAITÍ: LA TRAGEDIA DE LAS CRISIS ALIMENTARIAS

En el artículo anterior analizamos el caso de Haití, donde un sismo golpeó a un pequeño país, ya asolado por la destrucción de su patrimonio natural, la sobrepoblación y el desgobierno. En éste nos referiremos a un artículo de L.R. Brown publicado por Scientific American (mayo 2009, pp 38-45), que muestra como situaciones similares a las de Haití afectan hoy a cerca de mil millones de personas que habitan países pobres, ambientalmente degradados y sobrepoblados, afectados por crisis alimentarias. Lo que hace especialmente trágica la situación documentada por Brown es la serie de interconexiones lógicas de los factores en juego de carácter natural, económico y político. Ellas llevan fatalmente a que incluso las actuaciones mejor intencionadas terminen agravando las crisis que pretenden resolver. Por ejemplo, es fácil y de bajo costo eliminar las causas principales de mortalidad que antes limitaba naturalmente la población, pero es difícil y muy costoso procurar alimentación y trabajo para las poblaciones acrecentadas que resultan de ello. Igualmente, puede ser sencillo explotar reservorios fósiles de aguas subterráneas en zonas áridas, que permitan regar más tierras y aumentar el volumen de los rebaños. Sin embargo, agotados esos acuíferos, la población ahora expandida carece del recurso indispensable para sobrevivir (al respecto, un 15% de la producción agrícola actual de la India, correspondiente al consumo de 175 millones de personas, se obtiene bombeando agua de acuíferos fósiles, vale decir de agua “no renovable”). Es la lógica del desarrollo no sustentable en su más cruda expresión. En principio, podría parecer sencillo complementar esas actividades de apoyo con programas de control de natalidad que mantengan un equilibrio. Sin embargo ello es casi imposible en la práctica puesto que los valores culturales, creencias religiosas e intereses prácticos inmediatos (los hijos representan mano de obra y seguros para la vejez) apuntan en la dirección contraria. Más aún, tales iniciativas pueden ser incluso objeto de críticas internacionales (como las de EEUU a China por sus intentos de controlar su sobrepoblación).

Las crisis alimentarias tienen una causa inmediata: 70 millones de personas se agregan al total de la población mundial anualmente, la mayoría de ellas en los países más pobres. Como Haití, la mayoría de estos países sobrepoblados ha arruinado sus suelos y la deforestación ha afectado seriamente sus recursos hídricos. Si quieren contar con agua para sus siembras, deben extraerla, cuando existe, de niveles subterráneos cada vez más profundos, lo que requiere contar con energía para bombearla, un insumo que difícilmente pueden costear. Si se trata de países costeros de tierras bajas, el proceso de calentamiento global en curso puede afectarlos de dos maneras. Por una parte, el ascenso del nivel del mar contamina con sales los acuíferos, inutilizándolos. Por otra, favorece eventos climáticos extremos, haciendo que sequías e inundaciones sean más frecuentes, lo que conlleva un mayor deterioro de los suelos y de su escasa infraestructura productiva.

El desgobierno y la corrupción política que afecta a muchos de estos países, unido a la penuria de alimentos favorece la proliferación de bandas armadas que llegan a reclutar niños-soldados y a masacrar poblaciones civiles con distintos pretextos (raciales, religiosos, etc), pero en realidad en procura de los escasos alimentos o las eventuales riquezas minerales del país, como en los casos de Rwanda y Sierra Leona, respectivamente.

El porcentaje de la población desnutrida se ha mantenido en torno al 30% en los 70 países más pobres, pero ha crecido en términos absolutos de 775 millones de personas en 1997 a 980 millones en la actualidad, y se prevé que llegará a unos 1200 millones el 2017, vale decir en sólo 7 años más.

Brown señala 20 países en los cuales las crisis alimentarias y la falta de gobiernos estables están generando efectos más allá de sus fronteras. Estos incluyen diseminación de enfermedades contagiosas, refugios a piratas y terroristas, conversión en centros internacionales de distribución de drogas y generación de oleadas de refugiados que buscan un sitio en países fronterizos o lejanos. En consecuencia, más allá de los sentimientos de compasión, existen razones prácticas para que los países del mundo no afectados por estas crisis se preocupen de sus efectos. Sin embargo, en términos objetivos, parecen estar más bien contribuyendo, indirectamente, a agravarlas, tema que examinaremos en el próximo artículo.