A principios de los 1960s, en plena Guerra Fría, un notable pero
terrible film de Stanley Kubrick: “Dr. Strangelove o como Aprendí a Amar la
Bomba” ironizaba en torno al riesgo cotidiano de una conflagración atómica
mundial. En materia del riesgo ambiental
que plantea el “calentamiento global”, parece que gana terreno una visión que
merecería un título parecido. En efecto, mientras por una parte crece el
consenso respecto a los riesgos que implica el crecimiento de la concentración
de “gases invernadero” en la atmósfera, parece afirmarse una corriente que
plantea la conformidad con tal situación y sitúa las esperanzas en el uso de la
tecnología para sobrevivir en un mundo cada vez más alterado. Al respecto, un artículo
reciente de Scientific American describe
un nuevo y peligroso enfoque del
cambio climático global, denominado por sus proponentes “El Nuevo
Ambientalismo”. Éste sostiene que el ser humano ha cambiado de tal manera el
mundo físico y biológico que ya no hay vuelta atrás. En cambio, sus
proponentes, autodenominados “ecopragmatistas, dicen que la humanidad debería
asumir esos cambios con orgullo y alegría, confiando en que la tecnología
permitirá a la humanidad sobrevivir ventajosamente en este nuevo mundo,
modificado profundamente por ella. Los ecopragmatistas proponen también cambiar el término geológico
Holoceno, que denomina los últimos 11 mil años posteriores a la última
glaciación, por el de Antropoceno, que abarcaría los 8 mil años que siguen al
desarrollo de la agricultura. Este planteamiento surge cuando la Tierra
atraviesa por un alto térmico en sus ciclos astronómicos y cuando por primera
vez en el último millón de años la atmósfera ha sobrepasado las 400 ppm de CO2.
En coincidencia, también recientemente, los primeros ministros de Australia y
Canadá han declarado que si bien reconocen los riesgos del cambio climático, no
están en condiciones de introducir medidas que dañarían la economía y el empleo
en sus respectivos países. En Chile, por razones diferentes (creciente rechazo
a la hidroelectricidad) en la práctica estamos optando igualmente por las
plantas termoeléctricas a carbón, más algunos proyectos de nuevas energías,
valiosos pero necesariamente limitados por razones de rendimiento efectivo y
precios.
Aun suponiendo que los ecopragmatistas tengan razón y que la tecnología pueda protegerlos
de futuros problemas (por ejemplo, utilizando aún más combustibles fósiles para combatir el
efecto de cambios climáticos extremos), es evidente que pocos se salvarán en
ese mundo reservado a los ricos en dinero y tecnologías. Por el contrario, los
países pobres como Bangladesh, donde 120 millones de personas viven en un delta
que será fácilmente cubierto por los mares en ascenso, conocerán otra historia.
Cómo en el cuento de la rana en la olla calentada lentamente, es probable que
reaccionemos sólo cuando ya sea demasiado tarde. Entre los conflictos
políticos, religiosos y étnicos, y las dificultades económicas de un mundo siempre urgido por el crecimiento
(presentado como un valor absoluto), poco o nada se escucha la voz de los
científicos. Ello no justifica, sin embargo, dejar de denunciar los riesgos que
se corren ni renunciar a la esperanza de lograr algún cambio positivo, por escasas
que sean las probabilidades de lograrlo.
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