viernes, 4 de noviembre de 2011

El Hombre de Negro

Extraño e ingrato oficio el de los árbitros. En otros tiempos un chivo era cargado con los pecados del pueblo y sacrificado a modo de expiación, de manera que todos quedaran limpios. En nuestros tiempos vemos cómo, durante una semana o más la prensa deportiva, con la ayuda de los jugadores más exaltados, contribuye a calentar los ánimos para el clásico qué viene. Desde el principio los jugadores olvidan que se enfrentan a compañeros de profesión y los tratan como a verdaderos enemigos, con el apoyo de barras y dirigentes. Pero al final sólo queda un culpable: el árbitro, y a la crítica se unen sus mismos colegas. El árbitro es autoridad en la cancha, y como tal debe estar sometido a la crítica. Sin embargo basta que ingrese al campo de juego para que lo reciban con insultos. Parece suficiente que sea autoridad para merecerlos, y muchos pensarán que para eso le pagan. Como un chivo emisario, recoge la rabia de una sociedad cada vez más indignada, donde las culpas y las obligaciones son siempre de los otros y no estamos dispuestos a aceptar más que nuestros derechos.

Desde luego la suerte del árbitro es compartida por otros profesionales, cuya labor se reconoce en sus aspectos positivos, como la del carabinero que ayuda a dar a luz o socorre a la persona en riesgo de ahogarse o perdida en la montaña, o la del profesor esforzado en la escuela rural. Sin embargo cuando esos profesionales deben realizar tareas ingratas, como mantener el orden o corregir al alumno que lo necesita, la crítica es dura y a veces violenta. Por otro lado, tendemos a esperar demasiado de las autoridades olvidando que al fin provienen de nuestra misma sociedad y que por lo tanto comparten sus virtudes y sus limitaciones. Chile no es Corea, donde el Gobierno está preocupado porque sus escolares estudian demasiado (Time, 3/10/2011). Por el contrario, la improvisación, el camino fácil y el descuido están presentes en nuestra cultura y son responsables de buena parte de nuestras limitaciones y problemas. Valoramos más el ingenio que el trabajo duro y en ese aspecto el personaje de Canitrot nos representa muy bien. Cuando recibimos un título profesional o nos convertimos en autoridad no somos tocados por una varita mágica. Criticar los errores de los demás no nos hace mejores. En cambio, sí que nos ayudaría una sana autocrítica y reconocer nuestros propios defectos en las fallas que observamos en los otros, con el fin de superarlos. Ningún sistema policial o carcelario resolverá el problema de la delincuencia mientras la honestidad no sea un valor compartido por todas nuestras clases sociales, y criticar la incapacidad de los sucesivos gobiernos para enfrentarla de poco nos servirá.

En suma: comprendamos y ayudemos al árbitro. Reconozcamos en ese personaje de negro su espíritu de sacrificio, difícil de comprender. Hagamos del futbol y su ambiente el lugar de sana convivencia que una vez fue, cuando se podía discutir con otros espectadores sin arriesgar la vida. Igualmente, tratemos de hacer de nuestro país un motivo de orgullo, no tanto por sus bellezas o riquezas como por los valores de honestidad, respeto y trabajo serio que lleguen a impregnar a nuestra sociedad.

Jorge Oyarzún M.

Nuestra Universidad Pública Regional: la Importancia de una Tradición

No vivimos tiempos propicios para las universidades públicas regionales. Su organización a principios de la década de los 1980`s fue vista con optimismo por aquellos que piensan que es justo y necesario para el país que las regiones cuenten con centros de estudio que garanticen su independencia intelectual y contribuyan a su desarrollo educacional y económico. En el caso de nuestra región, la Universidad de la Serena se constituyó sobre la base de las sedes de la Universidad Técnica del Estado, de la Universidad de Chile y de la Escuela Normal, que a su vez se sustentaban sobre sólidas tradiciones, como las de de la antigua Escuela de Minas y la Escuela de Preceptoras. Dichos centros entregaban docencia profesional de calidad y sus graduados disfrutaban de merecido prestigio. Por otra parte, su integración ofrecía buenas perspectivas de completar la labor docente con el desarrollo de la investigación científica, requerida por las nuevas necesidades del País.

Sin embargo, buena parte de esas expectativas se frustraron tempranamente debido a los magros porcentajes del aporte fijo entregado por el Estado, que conservó los porcentajes históricos que las universidades metropolitanos otorgaban a sus sedes regionales. Esto implicó de partida una posición desmedrada. A ella se sumó el nuevo paradigma de la competitividad: si se quería contar con fondos adicionales había que concursarlos. Tal principio, que implica un factor proporcional (ya que todo juega a favor del que parte con ventaja) y que se aleja mucho del “juego limpio”, se agrega a todos los demás factores que favorecen a nuestra metrópoli en desmedro de las regiones. Dicho principio fue posteriormente ratificado por el sistema de quintiles que regula los aranceles reconocidos por el Estado para las distintas carreras, sistema que no permite subir a una universidad a menos que otra baje y que condena a las más perjudicadas al subdesarrollo permanente. En el fondo, equivale a decirle a un corredor que lo haga con las piernas atadas y reprocharle que no logre ganar la carrera. Al respecto podría servir de consuelo pensar que todas las universidades públicas están sometidas a ataduras administrativas que no afectan a las privadas del Consejo de Rectores, pero sería un pobre consuelo.

Pese a todo, la Universidad de La Serena y en particular su Facultad de Ingeniería se ha esforzado a lo largo de estos años en lograr éxitos sobre la base de sacrificio, originalidad y frugalidad, y ha logrado ser pionera en la creación de nuevas carreras exitosas y de programas que han traspasado las fronteras del país. Sin embargo se encuentra actualmente, como otras universidades públicas, en el centro de un conflicto que puede destruir su estabilidad y en el cual sus posibilidades de acción son muy limitadas. Al menos podemos y debemos decir que instituciones como nuestra Universidad son mucho más que simples oferentes de servicios, y que su actividad académica, cuando se realiza como se debe, contribuye a infundir la rectitud moral y el compromiso cívico que tanto se necesitan en los revueltos tiempos que corren. Igualmente, qué tiene derecho a contar con los recursos y la agilidad administrativa que le permitan competir en condiciones menos desiguales. Finalmente, qué el país necesita a sus regiones y éstas a sus universidades, y que Estado, académicos y alumnos deben poner todo de su parte para superar la peligrosa crisis que la amenaza.

Jorge Oyarzún ( Dr. Sc.)