Nuestro sistema de gestión
ambiental pública no incluye en la práctica la ordenación del territorio,
excepto a nivel urbano, a través de los planos reguladores. En consecuencia,
todo el peso de la verificación respecto al costo ambiental de los nuevos
proyectos radica en el proceso de evaluación de su impacto ambiental. Este
proceso ha sido objeto de serias críticas en sus aspectos administrativos, a
las que se han sumado un informe técnico de la Universidad de Chile, reseñado
por el diario La Segunda (22/09/12), así como enérgicas declaraciones del
Director Ejecutivo del Servicio Nacional Ambiental, Sr. Ignacio Toro. Es muy
probable que, en buena parte, estas deficiencias obedezcan a la falta de una
convicción sincera de los actores involucrados respecto al efectivo valor de
estos procedimientos, así como a cierta tendencia nacional a burocratizar un
instrumento que nos llegó “de afuera” y con objetivos algo distintos. De hecho,
en EEUU la E.I.A. fue desarrollada por el gobierno federal para evaluar en
primer lugar sus propios proyectos, cuyo costo ambiental le interesaba conocer.
Por el contrario, en Chile, los gobiernos han sido más bien reticentes a esa
evaluación en proyectos tan importantes como el Transantiago y la conversión urbana
del aeropuerto de Cerrillos. En cuanto a los estudios de impacto ambiental, es
frecuente encontrar una visión “plana”, que pareciera más bien disimular u
ocultar los probables impactos principales, generando una selva de información
científica centrada en los aspectos ambientales más inofensivos.
En términos científico-técnicos,
el uso de modelos físico-matemáticos sigue siendo un problema principal. En los
primeros años de aplicación ello era entendible considerando la poca
experiencia existente en el país. Sin embargo el problema continúa actualmente.
En las palabras de Ignacio Toro en La Segunda: “si el inversionista no quiere
reconocer impactos en el aire, por ejemplo, en una termoeléctrica grandota,
contrata un estudio y un modelo que termina reflejando que no hay impacto
significativo”. Es frecuente que tales modelos se apliquen con una escasa base
de información física previa (por ejemplo monitoreo local de vientos de unos
pocos meses). Pero eso, así como la efectiva capacidad predictiva del modelo
empleado, se pasan por alto, llegando a entregar varias cifras decimales, sin mayor sentido
crítico de su significado.
Es posible que más allá del
equivocado pero comprensible interés del proponente y la consultora por
disimular los probables impactos, esté primando una tendencia a no reconocer la
realidad. Ella puede tener su origen en nuestra garantía constitucional básica, encomiable pero
difícil de cumplir en un país en desarrollo. En efecto, es normal que la
mayoría de los proyectos importantes causen impactos ambientales. Sería mejor reconocerlos y aceptarlos,
acotando sus efectos y seleccionando las áreas más adecuadas para su ejecución,
considerando en especial sus riesgos para la salud o la seguridad de la
población humana. Lo que no es aceptable
es desvirtuar el objetivo de un sistema cuya finalidad es precisamente conocer,
con la mejor aproximación posible, los efectos ambientales de un proyecto.
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